Calígula y Nerón: Los fantasmas de los emperadores romanos que se convirtieron en leyenda
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- Héctor Fuentes
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Dentro de la variopinta galería de emperadores romanos, los más tristemente célebres son, sin duda, Calígula, el monarca megalómano acusado de locura y depravación sexual, y su sobrino Nerón, el emperador acusado de matar a su propia madre, masacrar cristianos e incendiar Roma mientras cantaba con su arpa un antiguo poema épico griego. Los mismos emperadores descritos por el historiador Plinio el Viejo como “brotes de fuego arrojados contra la raza humana” y que después de muertos habrían seguido atormentando a los vivos, pero esta vez en calidad de espectros o fantasmas.
Calígula, el primer emperador romano que se declaró dios en vida, gobernó Roma desde el año 37 hasta el año 41. Los historiadores lo describen como un sexópata que organizaba orgías y se acostaba con sus hermanas; un sádico que torturaba a sus cortesanos por diversión y que en el colmo de sus extravagancias nombró a su caballo como senador.
Cuatro años después de ser nombrado emperador, Calígula fue asesinado en la colina del Palatino el 24 de enero del año 41 de nuestra era por dos tribunos de la guardia pretoriana. Sus restos fueron incinerados apresuradamente en una pira improvisada y arrojados a una fosa poco profunda.
Los cronistas de la época cuentan que no pasó mucho tiempo antes de que su espíritu empezara a rondar por el Palatino, donde los transeúntes aseguraban ver noche tras noche espeluznantes espectros o alguna “temible aparición”.
El reinado de Nerón, emperador romano desde el año 54 al año 68, se asocia tradicionalmente a la tiranía y la extravagancia y se le recuerda por, supuestamente, haber provocado deliberadamente el incendio de Roma el año 64 con el objetivo de reconstruir la ciudad a su gusto, y por ordenar una serie de ejecuciones, incluyendo la de su propia madre, Agripina la menor, a quien mandó asesinar el año 59, supuestamente porque ella se oponía a su matrimonio con Popea y porque había conspirado contra él intentando colocar a Cayo Rubelio Plauto en el trono.
Agripina fue asesinada en su villa y sus últimas palabras fueron “¡Golpeen mi vientre!”, exigiendo a sus matadores que golpearan el vientre que había dado a luz al hijo que la traicionó. Su muerte cumplió una profecía de unos astrólogos caldeos que, cuando Agripina les preguntó si su hijo sería emperador de Roma, le dijeron: “Será rey, pero matará a su madre”. Después de escuchar este impactante vaticinio, ella contestó: “Occidat, dum imperet!” (“¡Que me mate con tal de que reine!”).
Un nota del medio www.nationalgeographicla.com relata que, tras el asesinato de Agripina, se oyeron aterradores lamentos cerca de su tumba y, al parecer, Nerón tuvo sueños y visiones de Furias empuñando antorchas encendidas y látigos vengadores. Acosado por la culpa y la paranoia, el controvertido emperador llegó a intentar ponerse en contacto con el fantasma de su madre a través de una sesión de espiritismo, en busca del perdón de ultratumba.
Tras el levantamiento armado de algunas provincias romanas que se oponían a su política imperial, Nerón huyó de Roma a través de la Vía Salaria, pero, cercado por sus perseguidores, se preparó para suicidarse con ayuda de su secretario Epafrodito, quien lo apuñaló cuando un soldado romano se aproximaba. Según el historiador Dion Casio, sus últimas palabras fueron: “¡Qué artista muere conmigo!”
Los primeros cristianos, perseguidos implacablemente bajo su reinado, consideraban a Nerón como el Anticristo, una figura diabólica que regresaría para desencadenar la batalla final entre el bien y el mal, tal como se predice y describe en el Apocalipsis.
También se aseguraba que el fantasma de Nerón rondó la ciudad de Roma hasta la época medieval. Según la leyenda, un gran nogal cercano a la basílica de Santa María del Popolo se convirtió en el epicentro de la actividad demoníaca, un funesto lugar de donde surgían demonios que aterrorizaban a los peregrinos, ya que supuestamente debajo de ese gran árbol yacía el esqueleto de Nerón. Por ese motivo, el Papa Pascual II mandó talar el nogal para librar a Roma de su espíritu y arrojó los huesos al río Tíber.
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