Pablo de Tarso: El milagro que convirtió al implacable cazador de cristianos en el decimotercer Apóstol de Jesús
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- Héctor Fuentes
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Pablo de Tarso ha sido denominado el decimotercer Apóstol pues, aunque no formaba parte del grupo original de los Doce Apóstoles elegidos por Jesús de Nazaret, fue llamado por Jesús resucitado, quien se le apareció en el camino de Damasco, transformándolo de furibundo fustigador y perseguidor de la secta cristiana al más ardiente propagandista del cristianismo.
Pablo, llamado originalmente Saulo, nació en Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia (la actual Turquía), entre los años 5 y 10 d.C. En su juventud hablaba arameo, griego y algo de latín, siendo enviado a Jerusalén, donde se convirtió en un fariseo y judío de profundas convicciones, un estricto seguidor de la Ley mosaica que veía al naciente cristianismo como una seria amenaza a la pureza del judaísmo. Por ello, se convirtió en un implacable cazador de cristianos.
El capítulo 8 de los Hechos de los Apóstoles describe a Saulo como el alma de la primera persecución cristiana en Jerusalén. Sin respetar ni a las mujeres, Saulo llevaba a los cristianos a la cárcel, recorriendo las sinagogas para detenerlos y azotando a todos los que creían en Jesús de Nazaret.
La Biblia relata que después del martirio de San Esteban, Saulo viajó a Damasco para arrestar a los seguidores de Cristo allí refugiados:
“Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ El respondió: ‘¿Quién eres, Señor?’ Y él: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer’. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber” (Hechos de los Apóstoles 9, 1-9).
Después de tres días de ceguera, Saulo recibió la visita del discípulo Ananías, quien le sanó la vista (Hechos 9:17–18). Luego, Saulo fue bautizado y se dirigió a Jerusalén, pero todos los discípulos “le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo” (Hechos 9:26).
Saulo, dado su conocimiento del hebreo, griego y latín, sería llamado por Jesús a ministrar y evangelizar a los gentiles y, a partir de ese momento, la Biblia se refiere a él como Pablo, que es su nombre en latín.
Pablo de Tarso sería conocido como el “Apóstol de los gentiles” o el “Apóstol de las naciones”, pues fundaría numerosas comunidades cristianas y sería un infatigable evangelizador en varios de los más importantes centros urbanos del Imperio Romano, como Antioquía, Corinto, Éfeso y Roma, además de ser el redactor de algunos de los primeros escritos canónicos cristianos.
En una de sus cartas, Pablo describiría algunas de las penalidades que debió pasar durante su ministerio y sus largos viajes, dando a entender que era un apóstol tan fiel como los primeros 12 Apóstoles de Jesús:
“Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abraham? También yo. ¿Son ministros de Cristo? Pues –delirando hablo– yo más: en fatigas, más; en cárceles, más; en azotes, mucho más. En peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno, tres veces me azotaron con varas, una vez fui lapidado, tres veces naufragué, un día y una noche pasé náufrago en alta mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez (2 Cor 11, 22-27)”.
Pablo de Tarso sería arrestado en Roma el año 66, bajo el reinado del emperador Nerón, viviendo sus últimos meses de vida en la cárcel, donde escribiría la más conmovedora de sus cartas, la segunda Epístola a Timoteo, en la que expresó su único deseo: sufrir por Cristo y ofrendar junto a Él su vida por la Iglesia.
El año 67 sería condenado a muerte y, como era ciudadano romano, fue decapitado con la espada el 29 de junio de ese mismo año, no lejos de la carretera que conduce de Roma a Ostia. Según la tradición, la abadía de las Tres Fontanas que existe hoy en ese lugar se erigió en el lugar de la decapitación.
Según los teólogos, la conversión de Pablo de Tarso es un testimonio de que el evangelio de Jesucristo está al alcance de todos los que se arrepienten y “sin importar dónde estemos o qué hayamos hecho, no hay punto del que no podamos volver”.
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