La dolorosa realidad de Japón: Abuelas cometen delitos para no estar solas
Guía de: Mujer
- Alejandra Lizana
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En Japón, uno de los países más longevos del mundo, se está desarrollando una crisis silenciosa, pero cada vez más alarmante, que revela la grieta de una sociedad envejecida: mujeres mayores que cometen delitos menores deliberadamente para escapar de la soledad y encontrar en la cárcel la estabilidad que la vida libre no les ofrece.
Los datos de los últimos años son contundentes: más del 80% de las mujeres mayores encarceladas en Japón fueron condenadas por hurtos. Lo más preocupante es que muchas son reincidentes, atrapadas en un ciclo donde la prisión se convierte en su única red de seguridad. No se trata de crimen organizado ni de necesidad económica extrema en todos los casos, sino de una búsqueda desesperada de compañía, estructura y propósito.
El caso de Akiyo, una mujer de 81 años entrevistada por CNN hace un tiempo, encarna esta tragedia contemporánea. Encarcelada por robar alimentos, ella misma reconoce con una mezcla de resignación y pragmatismo que la vida entre rejas “es la más estable”. Sus palabras resuenan como un grito silencioso de auxilio: cuando la prisión ofrece más que la libertad, algo profundamente grave está ocurriendo en el tejido social.
En la cárcel, estas mujeres encuentran lo que la sociedad les negó: tres comidas diarias, un techo seguro, atención médica básica y, sobre todo, presencia humana. Rutinas, horarios, compañía. Paradójicamente, la reclusión les devuelve una sensación de pertenencia que perdieron en el mundo exterior.
Pero por qué ese fennómeno en ese país, Japón enfrenta una tormenta demográfica perfecta. Con una de las poblaciones más envejecidas del planeta y tasas de natalidad en mínimos históricos, el país ve cómo sus estructuras tradicionales de cuidado familiar se desmoronan.
La familia multigeneracional que antes acogía a los ancianos ha dado paso a hogares nucleares pequeños o personas que envejecen completamente solas.
El fenómeno conocido como “kodokushi” o muerte solitaria —personas que fallecen en sus hogares sin que nadie lo note durante días o semanas— ilustra la magnitud del aislamiento. Las mujeres mayores, que estadísticamente viven más que los hombres y a menudo han dedicado su vida al cuidado de otros, se encuentran en una vejez marcada por la invisibilidad social.
Además, el sistema de pensiones japonés no siempre garantiza una subsistencia digna, especialmente para mujeres que trabajaron en empleos informales o interrumpieron sus carreras por la maternidad. La pobreza sumada a la soledad crea una tormenta perfecta.
Aunque el fenómeno es particularmente visible en Japón, no es exclusivo de ese país. Sociedades occidentales con poblaciones envejecidas comienzan a observar patrones similares.
Por ahora, esta crisis plantea preguntas fundamentales: ¿Qué tipo de sociedad construimos cuando nuestros ancianos prefieren la cárcel a la libertad? la historia de las ancianas japonesas que roban para no estar solas no es solo una estadística criminal; es un síntoma de una enfermedad social que requiere atención urgente. Políticas públicas robustas, programas comunitarios de integración, espacios de encuentro intergeneracional y sistemas de pensiones dignos no son lujos, sino necesidades básicas en sociedades que envejecen.
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