La historia de Pink Floyd, resumida: Viaje a la gran mente del rock and roll
Guía de: Rock
- Nicolás Chiesa
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Syd Barrett. Ése era el hombre. Creó, cantó y lideraba Pink Floyd. Después se fue, o enloqueció, o murió: nunca supimos bien. Las drogas deben haber tenido que ver.
Eran los 60s y Los Beatles ya habían demostrado que el rock podía abrirse a todas las direcciones; Dylan, que el ser humano podía abrirse al público; y Los Stones, que el rock podía abrirse al mundo. Pink Floyd tuvo algo de todo eso.
David Gilmour ingresó a la banda en 1967. Barrett le presentó al bajista, Roger Waters, otro miembro del Cambridge High School, donde estudiaban los tres. Tras un par de singles exitosos, la EMI le abrió las puertas del estudio Abbey Road para la grabación de un disco: “The Piper at the Gates of Dawn”.
Cuando la mente de Barrett dijo basta, Waters tomó las riendas del grupo y aquel hecho abrió una herida que jamás cerraría. Waters no era un músico eximio, pero tenía alma de líder; era un excelente letrista y tenía una herida de esas que suele dar frutos en arte: su amigo enloquecido. Pink Floyd se convirtió en la banda de rock por excelencia que abordaría la mente humana.
Tras la grabación del segundo LP, “The Saucerful of Secrets”, la banda ingresó en una etapa de estabilidad y creación constante. Con su batería y tecladista históricos, Nick Mason y Rick Wright, Floyd grabó cinco álbumes en apenas tres años. Por esas cosas de la historia del rock, esos discos no quedaron en la memoria colectiva. Pero el tiempo le tenía deparado algo a los muchachos.
El 24 de marzo de 1973 salió a la venta “The Dark Side of the Moon”. El éxito sería total, permaneciendo durante ¡más de diez años! en las listas de ventas y obteniendo el segundo lugar en los álbumes más vendidos de todos los tiempos, detrás de “Thriller”, de Michael Jackson.
Con Waters en la matrícula conceptual y Gilmour comandando la música, Floyd agregó tres obras más a la élite de la música moderna: “Wish you were here” (1975), “Animals” (1977) y “The Wall” (1979). Si la mente era el tema recurrente del primer Pink Floyd, el dominio de ésta se convirtió en el eje de los nuevos discos, verdaderas pesadillas sociales hechas arte.
La banda cargaba en su esencia una contradicción que no podía resolver: su líder no era ni el frontman, ni el cantante, ni el guitarrista principal; un hecho poco usual en la historia del rock. Tras el álbum “The Final Cut” (1983), sucedió lo inevitable, aun demorado. Waters decidió terminar la banda. Pero Gilmour, Mason y Wright lo sorprendieron. Decidieron seguir ellos. Sin su comando central.
¿Cómo se enseña la historia de una banda sin su líder? ¿Esos años posteriores computan como historia oficial del grupo? Como sea, Floyd editó dos álbumes más y giró por el mundo entero, de estadio en estadio. Su música sofisticada, que tan solo por momentos se centra en el rock and roll, se inscribió en los grandes libros. Y también fue envejeciendo. Las escaladas complejas y los sonidos psicodélicos poco tuvieron que ver con los tiempos que vinieron. Tras algunos conciertos con Waters como incómodo invitado, la banda se desintegró. Wright murió en 2008, de un cáncer que lo consumió en poco tiempo. En 2014 se editó un último álbum, “The Endless River”, recuperado de sesiones de 1993.
A Waters le corrieron las de la ley: su nombre como solista jamás pudo salir de la sombra de la banda. Apenas el hito de montar “The Wall” en Berlín, tras la caída del muro, pudo mantener su nombre en el candelero. Pero la vida le tenía guardado un último agradecimiento al hombre, por haber pergeñado aquellos álbumes inolvidables: su gira sobre “La pared” batió records de convocatoria en el mundo entero en 2012. Esa característica extraña del rock en la actualidad: no graba discos y suena antiguo si lo hace. Pero revienta estadios. Tal vez así fue siempre. Tal vez eso sea el rock.
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