Los milagros de San Antonio de Padua: El santo que sostuvo entre sus brazos a Jesús
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“Era poderoso en obras y en palabras. Su cuerpo habitaba esta tierra, pero su alma vivía en el cielo”, dice un biógrafo sobre San Antonio de Padua, quien nació en Lisboa en 1195, bajo el nombre de Fernando Martim de Bulhões e Taveira Azevedo, nombre que cambió por el de Antonio en 1220 cuando entró en la Orden Franciscana. Su formación cultural era elevada, pues aparte de haber realizado estudios teológicos (estudió las Sagradas Escrituras y la teología de algunos doctores de la Iglesia católica) también estudió los clásicos latinos, como Ovidio y Séneca, lo que sin duda influiría en su soberbia capacidad de prédica, que sería calificada de proverbial.
San Antonio había ingresado a los Frailes Menores para predicar entre los sarracenos y estaba dispuesto a morir por amor a Cristo. Se fue a Marruecos, pero una severa enfermedad –hidropesía- lo obligó a retornar a Europa. Desde entonces la salud precaria sería una constante en su corta vida.
En la fiesta de Pentecostés de 1221 Antonio participó junto con unos 3000 frailes del Capítulo general de Asís en el más multitudinario de los llamados Capítulos de las esteras, nombre que recibió en razón de que muchos de los frailes ahí reunidos tuvieron que dormir en esteras. Allí vio y escuchó en persona a San Francisco. Aquella reunión impresionó hondamente al joven fraile portugués y tras la clausura, los hermanos regresaron a los puestos que se les habían señalado, y Antonio fue a hacerse cargo de la solitaria ermita de San Paolo, cerca de Forli.
Por aquel entonces el joven Antonio era un anónimo sacerdote entregado a la oración en la capilla o en la cueva donde vivía, ocupado sobre todo en la limpieza de los platos y cacharros después del almuerzo comunal, y pocos sospechaban de los extraordinarios dones intelectuales y espirituales de este joven y enfermizo fraile que nunca hablaba de sí mismo.
Sin embargo, las notables luces de su intelecto pronto saldrían a la luz. En una ocasión en que se celebró una ordenación en Forli y no habían oradores entre los candidatos franciscanos y dominicos que se habían reunido en el convento de los Frailes Menores de aquella ciudad, fue invitado a a hablar y que dijese lo que el Espíritu Santo le inspirara. El joven obedeció y, desde que abrió la boca hasta que terminó su improvisado discurso, todos los presentes quedaron extasiados con la elocuencia, el fervor y la sabiduría de sus palabras. En cuanto el ministro provincial tuvo noticias sobre los talentos oratorios desplegados por el joven fraile portugués, lo mandó llamar a su solitaria ermita y lo envió a predicar a varias partes de la Romagna, una región que, por entonces, abarcaba toda la Lombardía.
En poco tiempo Antonio pasó del oscuro anonimato a la luz de la fama y obtuvo resonantes éxitos en la conversión de los herejes, que abundaban en el norte de Italia, sobre todo entre los hombres de cierta posición y educación. Por esa época ocurrieron sus primeros milagros. En una ocasión, cuando los herejes de Rímini le impedían al pueblo acudir a sus sermones, San Antonio se fue a la orilla del mar y empezó a proclamar: “Dado que vosotros demostráis ser indignos de la Palabra de Dios, he aquí que me dirijo a los peces, para más abiertamente confundir vuestra incredulidad. Oigan la palabra de Dios, Uds. los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar”. Y los peces afloraron por centenares, ordenados y palpitantes, a escuchar la palabra de exhortación y de alabanza. Aquel milagro fue presenciado por decenas de testigos y, una vez que se conoció, conmovió a toda la ciudad de Rímini, por lo que los herejes tuvieron que ceder.
Antonio era un tenaz defensor de los pobres y no dudaba en enfrentarse, siempre y dondequiera, a sus opresores. En una oportunidad se encontró cara a cara con Ezzelino de Romano, un temido tirano de Verona que había perpetrado una terrible masacre entre sus súbditos. Cuando Antonio vio a Ezzelino le dijo estas acres palabras: “Oh, enemigo de Dios, tirano despiadado, perro rabioso, ¿hasta cuándo seguirás derramando sangre inocente de cristianos? ¡Escucha bien, pende sobre tu cabeza la sentencia del Señor, terrible y durísima!”.
Cuando los lugartenientes de Ezzelino esperaban ansiosos que su jefe los mandara a apresar y asesinar al joven y atrevido fraile franciscano, Ezzelino los desconcertó a todos al ordenar que el religioso fuera alejado de allí sin violencia. Para explicar su proceder, el tirano les explicó: “Compañeros, no os asombréis. Os digo con toda verdad, que he visto emanar del rostro de este padre una especie de fulgor divino, que me ha aterrado a tal punto que, ante una visión tan espantosa, tenía la sensación de precipitar en el infierno”.
San Antonio poseía todas las cualidades del predicador nato: ciencia, elocuencia, un gran poder de persuasión, un ardiente celo por el bien de las almas y una voz sonora y bien timbrada que llegaba muy lejos. El papa Gregorio IX llegó a llamarlo “Arca del Testamento”, (Assidua 10, 2) debido a que sus mensajes y predicaciones, que desafiaban los vicios sociales de su tiempo como la avaricia y la práctica de la usura, tuvieron un notable éxito popular. Aquejado por continuas enfermedades, el religioso perseveraba en la enseñanza y en la escucha de confesiones hasta la puesta del sol, a menudo en ayunas. La multitud de gente que acudía desde las ciudades y pueblos a escuchar las predicaciones diarias y a tocar su sotana, pronto lo obligó a abandonar las iglesias como recintos de prédica para hacerlo al aire libre.
San Antonio, por entonces, declaraba que “el gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree”.También recomendaba que “si predicas a Jesús, Él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones amargas; si piensas en él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente”.
Las citas bíblicas en los Sermones dominicales y Sermones festivi —ambas obras de su autoría acreditada— superaron el número de los seis mil, por lo que empezó a ser conocido con el título escolástico y específico de “doctor evangélico”. Sus palabras y obras ante la multitud de personas que acudían a escucharlo fue recogida con el lenguaje propio de la época en Assidua, la primera biografía de Antonio de Padua, escrita por un autor anónimo contemporáneo suyo, quien lo definió de la siguiente forma: “Reconducía a la paz fraterna a los desavenidos, [...] hacía restituir lo sustraído con la usura y la violencia [...]. Liberaba a las prostitutas de su torpe mercado, y disuadía a ladrones que famosos por sus fechorías de meter las manos en las cosas ajenas [...]. No puedo pasar por alto cómo él inducía a confesar los pecados a una multitud tan grande de hombres y mujeres, que no bastaban para oírles ni los religiosos, ni otros sacerdotes, que en no pequeña cantidad lo acompañaban.( Assidua 13, 11-13)
Desde aquel momento, el lugar de residencia de San Antonio fue Padua, una ciudad donde anteriormente había trabajado y donde todos le amaban y veneraban. Allí, el Santo portugués tuvo el privilegio de ver los abundantísimos frutos de su ministerio, ya que no solamente escuchaban sus sermones multitudes enormes, sino que éstos obtuvieron una muy amplia y general reforma de conducta.
Los milagros de San Antonio
Sus contemporáneos afirman que San Antonio tenía una voz clara y fuerte, talante imponente, memoria prodigiosa y un profundo conocimiento, el espíritu de profecía y un extraordinario don de milagros, como el don de la bilocación o estar en dos lugares a la vez.
Uno de sus milagros más famosos fue el que permitió que un hombre recuperara un pie amputado. En Padua, un joven de nombre Leonardo, en un arranque de ira, había pateado a su propia madre. Arrepentido, le confesó su falta a San Antonio, quien le dijo metafóricamente: “El pie de aquel que patea a su propia madre, merece ser cortado.” El hombre, atormentado por los remordimientos, corrió a casa y se cortó el pie. Enterado de esto, el Santo fue al domicilio de Leonardo y, después de una oración, le reinjertó a la pierna el pie amputado, haciendo el signo de la cruz. Y aquí se realizó el extraordinario milagro, pues el pie quedó de nuevo pegado a la pierna, en tal modo que el hombre se puso de pie, empezó a caminar y a saltar alegremente, alabando a Dios y agradeciendo a Antonio.
En otra ocasión, durante un debate entre Antonio y un hereje acerca de la presencia de Jesús en la Eucaristía, el hereje retó a Antonio a que le demostrara con un milagro la presencia real de Cristo en la hostia consagrada, prometiendo que si lo conseguía él se convertiría de inmediato a la fe verdadera. Por ello, el hereje le propuso lo siguiente: tendría su mula encerrada en el establo durante algunos días sin darle de comer y después la llevaría a la plaza, ante toda la gente, poniéndole delante el forraje. Al mismo tiempo, Antonio debería poner la hostia ante la mula: si el animal se inclinaba ante la hostia, ignorando la comida, significaría que el santo tenía la razón.
El día convenido, después de estar tres días sin comer, la mula fue llevada a la plaza y puesta delante de una gran cantidad de forraje y delante de San Antonio, quien en sus manos tenía una hostia consagrada. En ese momento el Santo le mostró la hostia a la mula y le dijo: “En virtud y en nombre del Creador, que yo a pesar de ser indigno, tengo verdaderamente entre las manos, te digo, oh animal, y te ordeno acercarte enseguida y con humildad y ofrécele la debida veneración”. Para estupefacción de todos los presentes, y cuando el religioso aún no había terminado de pronunciar estas palabras, la mula bajó la cabeza hasta los jarretes y se arrodilló ante el Sacramento del Cuerpo de Cristo.
En otra ocasión una madre de un bebé de 20 meses llamado Tomasito lo dejó solo en su casa jugando, pero al volver, lo encontró poco después, sin vida, ahogado en un recipiente de agua. Desesperada, la madre invocó la ayuda del Santo y en su oración hizo un ferviente voto: si obtenía la gracia que pedía iba a dar a los pobres tanto pan cuanto pesara el bebé. Su hijo recobró milagrosamente la vida y nació así la tradición del “pondus pueri”, una oración con la cual los padres, a cambio de protección para los propios hijos, prometían a san Antonio tanto pan cuanto era el peso de los hijos. Este milagro también daría origen a la Obra del Pan de los Pobres y después a la Caritas Antoniana, instancia en que las organizaciones antonianas se ocupan de llevar comida y artículos de primera necesidad y asistencia a los pobres de todo el mundo.
También se cuenta que una vez, en una localidad de Toscana, se estaba celebrando con solemnidad los funerales de un hombre muy rico. San Antonio se encontraba presente en el funeral y, movido por una inspiración, comenzó a decir que aquel muerto no podía ser enterrado en lugar consagrado porque el cadáver no tenía el corazón.
Todos los presentes quedaron turbados con las palabras del Santo y después de una encendida discusión fuero llamados los médicos, quienes abrieron el pecho del difunto. Y, efectivamente, el corazón no estaba en la caja torácica del muerto, pues se encontraba en la caja fuerte donde éste conservaba el dinero.
El encuentro con el Niño Jesús
En mayo de 1231, después de haber predicado su última Cuaresma en Padua, Antonio se trasladó a Verona y de ahí al castillo de Camposampiero del conde Tisso, donde moraba una comunidad de religiosos franciscanos. En el bosque que circundaba el castillo, al lado de un gigantesco nogal, el Santo se hizo construir una pequeña cabaña, donde moraba la mayor parte del día y la noche dedicado a la meditación y a la oración.
En este humilde sitio tendría lugar la célebre visión del niño Jesús. El conde Tisso, quien solía visitar y espiar con frecuencia a su célebre huésped, se percató una noche de que la puerta entreabierta de la cabaña salía un intenso resplandor. Temiendo un incendio, empujó la puerta y quedó estupefacto con la escena que presenció: San Antonio sostenía entre sus brazos a un niño hermosísimo y resplandeciente, que despedía un aura divina, el Niño Jesús. El Santo posteriormente le advirtió al Conde que callara lo que había presenciado, y que lo divulgara sólo hasta que él hubiera muerto, un suceso que iba a ocurrir más temprano que tarde.
En efecto, después de predicar una serie de sermones durante la primavera de 1231, la salud de San Antonio comenzó a empeorar y se retiró a descansar, con otros dos frailes, a los bosques de Camposampiero. El santo supo de inmediato que sus días estaban contados y entonces pidió que lo llevasen a Padua, aunque sólo pudo alcanzar los aledaños de la ciudad. El 13 de junio de 1231, en la habitación particular del capellán de las Clarisas Pobres de Arcella, recibió los últimos sacramentos. Entonó un canto a la Santísima Virgen y sonriendo dijo: “Veo venir a Nuestro Señor” y falleció. La gente, al enterarse de su muerte, comenzó a recorrer las calles gritando: “¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un santo!”. San Antonio, al morir, tenía tan sólo 35 años de edad. Durante su multitudinario funeral, por cierto, se produjeron extraordinarias demostraciones de la honda veneración que se le tenía.
San Antonio sería canonizado por el Papa Gregorio IX antes de que hubiese transcurrido un año de su muerte, convirtiéndose en el segundo santo más rápidamente canonizado por la Iglesia, después de San Pedro Mártir de Verona. Y 30 años después de su muerte, el sarcófago donde se encontraba su cadáver fue abierto. Todo su cuerpo estaba ya corrupto con excepción de su lengua -el órgano que articulaba su sonora y bien timbrada voz-, lo que provocó una nueva oleada de devoción por su figura.
Debido al célebre episodio de la ermita con el Niño Jesús, cuando el santo sostenía entre sus brazos al divino infante, recogida en el “Liber miracolorum” (c. 1367), San Antonio de Padua es, desde el siglo XV, hoy uno de los pocos santos que hay en la Iglesia a los que se les representa con el niño Jesús en sus brazos. Por ello aparece de ese modo en la mayoría de las esculturas y pinturas que se pueden contemplar en las Iglesias y museos de todo el mundo.
En 1946 el Papa Pío XII declaró a San Antonio “Doctor de la Iglesia”, mientras que el Papa León XIII lo llamó “el santo de todo el mundo”, porque es uno de los santos católicos más populares y su culto se encuentra extendido universalmente. Su festividad se celebra el 13 de junio y se le considera hoy el patrón de las mujeres estériles, los pobres, los viajeros, los albañiles, los panaderos y los papeleros. Se le invoca por los objetos perdidos y para pedir un buen esposo/a y, según sus fieles, se considera verdaderamente extraordinaria su intercesión.
Su fama de obrar actos prodigiosos no ha disminuido y, aún en la actualidad, San Antonio es reconocido como el más grande taumaturgo de todos los tiempos.
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