Integración mediterránea, un sueño convertido en utopía
- Raimundo Gregoire, ex Guía Internacional
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En 1995 se lanzó el Proceso de Barcelona, también conocido como Partenariado Euromediterráneo, un proyecto cuyo fin era integrar a los entonces 15 miembros de la Unión Europea (UE) y a los 12 estados ribereños del Mediterráneo (Argelia, Autoridad Palestina, Chipre, Egipto, Israel, Jordania, Libia, Malta, Marruecos, Siria, Túnez y Turquía). A este evento también fueron invitados la Unión del Magreb Árabe (UMA), Mauritania (parte de la UMA) y la Liga Árabe. Esta necesidad surgió tras los Acuerdos de Oslo y el cambio político-estratégico de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín.
El fundamento central de esta iniciativa es la seguridad europea, ante lo cual se entendió que lo mejor era una asociación con aquellas naciones que compartían las costas mediterráneas con el Viejo Continente. Además, la Unión Europea comprendió que la estabilidad regional sería esencial para la paz en todo este sector y, para ello, enfocó sus esfuerzos en establecer nexos político-sociales conjuntos con sus vecinos del Mediterráneo.

La cordialidad de Abbas, Sarkozy y Olmert fue sólo para la foto el 2008. Los problemas entre árabes e israelíes afectaron al Proceso de Barcelona.
Desde su puesta en marcha, el Proceso de Barcelona tuvo positivas consecuencias. A nivel político, se generaron diversas reuniones entre sus integrantes, las cuales generaron, por ejemplo, una colaboración entre varios de sus miembros en la Política Europea de Seguridad y Defensa. Esto último también se relaciona con la creación del Código de Conducta Euromediterráneo para la lucha contra el Terrorismo y de las reflexiones adoptadas respecto a las migraciones en Albufeira.
En paralelo, se desarrollaron los Acuerdos de Asociación entre la UE y muchos países mediterráneos (como Argelia, Líbano, Marruecos o Túnez, entre otros) y, en el ámbito social, se obtuvieron logros en temas como Derechos Humanos, igualdad de géneros o en la construcción de centros de estudio como la Fundación Anna Lindh y la Universidad Euromediterránea.
Sin embargo, todos estos esfuerzos no fueron suficiente para conseguir el principal objetivo, que era la estabilidad de la región y, al mismo tiempo, una plena integración (principalmente en asuntos de seguridad) de todos los países mediterráneos. Es así que en 2005, en medio del aniversario de los diez años de existencia, empezaron a brotar voces de discordia y llamados a la refundación de este proyecto, que, para muchos, ya no tenía mucha utilidad. Tanto así, que en 2008 se celebró la novena Cumbre Euromediterránea. El evento tuvo lugar en Paris y en dicha ciudad se relanzó el proyecto de integración bajo el nombre de “Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo”.
Inaugurada con fuegos artificiales y con seis objetivos claros (descontaminación del Mediterráneo; construcción de autopistas del mar y terrestres; protección civil; energías alternativas: Plan Solar Mediterráneo; inauguración de la Universidad Euromediterránea de Eslovenia y compromiso para generar otra en Marruecos; e iniciativa de desarrollo empresarial), parecía que todo marcharía bien.
A eso se sumarían éxitos diplomáticos de la Cumbre de París, ya que Francia y Siria descongelaron sus relaciones, mientras que Líbano y Siria establecieron nexos diplomáticos y, por último, Israel y Siria tuvieron acercamientos respecto al proceso de paz en Medio Oriente.
Lamentablemente, esto no fue más que un bonito comienzo para algo que, con el tiempo, empezó a convertirse en una utopía y, peor aún, en una pesadilla. Esto último era bastante previsible, pues el proyecto tenía sendos errores estructurales. Por ejemplo, incluía a los países árabes e Israel, quienes mantienen serios conflictos. También, aglutinaba a Turquía y Chipre, los cuales aún no logran la estabilidad en el asunto de la República Turca del Norte de Chipre (estado de facto sólo reconocido por Turquía). Y qué decir de las diferencias que mantenían los países del Magreb (especialmente Argelia y Libia) con los estados ribereños europeos. Esto, sin contar las grandes problemáticas de la inmigración, algo que ha traído (hasta hoy) choques entre los mismos integrantes de la Unión Europea.

Las recientes crisis vividas, por ejemplo en Egipto, han demostrado el doble stándard de los europeos.
Y si de errores se trata, los actuales movimientos de cambio del mundo árabe han demostrado el doble stándard de los europeos. Esto último, pues se firmaron Acuerdos de Asociación con dictaduras o gobiernos autoritarios como los de Argelia, Egipto y Túnez, sin importar que en dichos estados se violaran, a diestra y siniestra, las libertades más básicas de todo ser humano. El tiempo demostró que el pragmatismo y la frialdad de la UE no sólo fue una equivocación, sino que también se convertiría en un símbolo de la actual decadenia que presente el bloque de integración europeos.
Es por eso que no debiese extrañar que el “Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo” hoy esté en un punto muerto. ¿Qué ocurrirá en el corto y mediano plazo? Difícil saberlo, pues lo único claro es que el mundo árabe está cambiando y, en consecuencia, también lo está haciendo Europa. No es coincidencia que la Unión Europea esté enfrentando una fuerte crisis (que viene de hace años y que posee déficits estructurales e ideológicos) y que el Magreb esté en plena modificación político-social.
De momento, los aires de cambio son muy potentes y hacen imposible intentar vislumbrar qué acontecerá con la integración mediterránea. Lo que sí se puede concluir es que mientras existan conflictos sin resolver (Palestina, Chipre, Sahara Occidental, disputas internas de la UE, antipatía hacia los magrebíes por parte de Europa y la Islamofobia, entre otros) y en tanto se mantenga la ambigüedad de los nexos, entonces el Mediterráneo sólo seguirá siendo lo que es hoy, es decir, un espacio económico desigual y un punto de encuentro para las divisiones.
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