¿Cómo era la ruda vida de los gladiadores, los combatientes de élite que entretenían a las masas en Roma?

Entrenados para matar, encarnaban los valores de masculinidad exaltados por la sociedad romana.

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La imagen recurrente que tenemos de los gladiadores (palabra que deriva del latín “Gladius”, que significa “espada”) es la de unos rudos combatientes armados privados de libertad que eran entrenados para entretener al público en la Antigua Roma, protagonizando violentas confrontaciones contra otros gladiadores o animales salvajes.

Supuestamente eran esclavos condenados a luchar hasta la muerte, maltratados y menospreciados, marginados socialmente y educados duramente, aunque en realidad se trataba de luchadores de élite, entrenados a conciencia para matar, que vivían en mejores condiciones que el pueblo llano y que la mayoría de las veces sobrevivían a los combates y podían llegar a ganar mucho dinero y fama, convirtiéndose en auténticos ídolos de masas y obteniendo eventualmente su libertad.

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Según algunos historiadores, los combates de gladiadores surgieron en la Antigua Roma con fines rituales. Los habitantes de algunas culturas de la Italia arcaica (probablemente en la región de Campania) acostumbraban realizar sacrificios humanos en honor de sus antepasados y los guerreros muertos en acción, inmolando sobre los sepulcros de los héroes caídos a los enemigos apresados y esclavizados, quienes eran obligados a batirse hasta perder la vida. Estos sangrientos juegos fúnebres, llamados “munus” (que significa presente u obsequio), habrían sido el origen de los juegos de gladiadores.

El historiador Tito Livio relata que los primeros juegos de gladiadores romanos se celebraron durante la primera guerra púnica de la República romana contra Cartago (264 a. C.), cuando Decimus Iunius Brutus Scaeva ordenó que tres parejas de gladiadores lucharan hasta la muerte en el Foro del mercado de animales de Roma (Foro Boario) para honrar a su padre muerto, Brutus Pera.

Con el tiempo, a medida que la República romana llegaba a su fin y se avizoraba el nacimiento del Imperio, las luchas de gladiadores se convertirían en masivos y violentos espectáculos para entretener al pueblo de Roma que, siempre inmerso en incesantes guerras de conquista y conflictos políticos y civiles, amaba las emociones fuertes y sangrientas.

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Tras el asesinato de Julio César y el fin de la guerra civil posterior, Octavio Augusto, el primer emperador de Roma, asumió la autoridad imperial sobre los juegos de gladiadores, formalizando su organización como un deber cívico y religioso y reglamentando el desarrollo de los combates escenificados, lo que transformaría a los duelos de gladiadores en el entretenimiento favorito del período imperial y en un rasgo característico de la civilización romana.

La mayoría de los emperadores acostumbraban presidir los duelos de gladiadores debido a su gran potencial propagandístico, pues constituían una oportuna instancia para estrechar los lazos con sus súbditos, cuyas pasiones podían ser aplacadas con comida y distracciones populares (lo que el poeta Juvenal llamó “Pan y Circo”).

Estos juegos les permitían a los césares mostrarse en persona antes las masas, siempre revestidos con un aura de munificencia, majestad y poder. Según algunos historiadores de la antigüedad, la lucha gladiatoria fue practicada incluso por algunos emperadores, como Calígula, Tito, Adriano, Cómodo y Caracalla, quienes compitieron en la arena, tanto en público como en privado, aunque corriendo un riesgo ciertamente mínimo.

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Debido a la gran popularidad que obtendrían los juegos de gladiadores, en los albores del Imperio se construyeron los anfiteatros, recintos de forma elíptica especialmente acondicionados para albergar la lucha gladiatoria y que consistían en unas pistas ovales rodeadas por grandes gradas, que reemplazaron a los pequeños espacios improvisados en el foro empleados durante la República. El año 80 d. C., durante el mandato del emperador Tito, se inauguraría el anfiteatro más importante del mundo antiguo, el Coliseo romano, monumental recinto que podía albergar a unas 55 mil personas.

Mientras en Roma y sus alrededores los duelos de gladiadores eran una actividad reglamentada y organizada por el Estado, las provincias gozaban de un régimen especial. Allí, los potentados locales de los municipios eran quienes corrían con los ingentes gastos de organización de estos juegos, mientras que los mecenas también organizaban pequeños combates en sus villas privadas para agasajar a sus amigos.

El espectáculo gladiatorio o munus que se desarrollaba en los circos y anfiteatros del Imperio era protagonizado por rudos hombres que se habían formado en las escuelas de gladiadores o ludus, lugar donde un maestro los entrenaba para luchar y matar de forma ejemplar.

La gladiatura no estaba destinada tan sólo al combate mortal en la arena, sino que ofrecía un rígido entrenamiento orientado a desarrollar y exaltar las virtudes guerreras, tan admiradas en la sociedad romana, y a fomentar el arte de la espada o “gladius”, de acuerdo a reglas muy severas.

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Los acaudalados propietarios del ludus o escuela de gladiadores eran los lanistas, empresarios responsables de reclutar a los gladiadores, entrenarlos, alquilarlos y, llegado el momento, también de venderlos. Los lanistas tenían un poder absoluto sobre la vida de sus gladiadores, pero como éstos suponían una inversión muy alta, los lanistas también se encargaba de proveer grandes comodidades para preservar su cuidado y salud. De ese modo, a cambio de someterse a los duros entrenamientos y una severa disciplina en el ludus, los gladiadores obtenían buenas dietas, masajes y cuidados médicos diarios, algo que estaba fuera del alcance del pueblo llano en esa época.

La dieta diaria de los gladiadores, de alto contenido energético, consistía en carne abundante, alubias, harina de avena, frutos secos y cebada, cereal rico en hidratos de carbono (el historiador Plinio el Viejo llamaba a los gladiadores “hordearii” o “comedores de cebada”). También se les suministraba regularmente un brebaje preparado con extractos herbales y vinagre que funcionaba como bebida energizante.

Los gladiadores podían ser esclavos, prisioneros capturados en alguna guerra (a los cuales se les daba la oportunidad de redimir su honor en el munus), criminales condenados a morir en la arena, voluntarios remunerados o incluso hombres libres, quienes encontraban en la escuela de gladiadores una oportunidad de obtener un oficio, comida y alojamiento regular, además de eventualmente fama y fortuna.

Todos los potenciales gladiadores que vivían en el ludus, ya fueran esclavos, voluntarios o condenados, estaban obligados a cumplir con su deber mediante un juramento sagrado llamado “sacramentum”.

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Los gladiadores se alojaban en el ludus en pequeñas celdas, dispuestas en formación de acuartelamientos alrededor de un campo central, donde los aprendices practicaban con una espada de madera y un escudo de mimbre entre ellos o contra una estaca fijada en el suelo. Las armas reales y letales se mantenían siempre fuera de su alcance, custodiadas en un arsenal del que únicamente podían sacarse con la autorización y vigilancia de un procurador. El adiestramiento estaba confiado a un maestro, el doctor o magister, cargo desempeñado generalmente por un antiguo gladiador veterano.

Aunque se construyeron más de 100 escuelas de gladiadores en todo el Imperio Romano, los únicos restos conocidos están en Roma, Carnuntum y Pompeya. La vida en el ludus, en muchos aspectos, era bastante parecida a la vida en una prisión, con la gran diferencia que los internos debían someterse a un duro entrenamientos diario, con el objetivo de aprender a luchar y matar profesionalmente en la arena con un estilo elegante y práctico. También allí eran preparados para enfrentar la muerte de una forma honorable y estoica.

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Al ingresar en el ludus, cada alumno se especializaba en un arma distinta, que distinguía a cada tipo de gladiadores. Los primeros tipos de gladiadores recibieron su nombre de los enemigos de Roma de la época: el samnite o samnis (por los samnitas); el thraex (por los tracios), que combatía con un pequeño escudo redondo y una pequeña espada curva; y el gallus (por los galos), armado con escudo rectangular, tridente y espada corta.

Cuando estos pueblos fueron conquistados por Roma, el samnita fue posteriormente rebautizado como secutor y el gallus como murmillo. Otros tipos de gladiadores eran el reciario o retiarius, que luchaba a cabeza descubierta y casi desnudo, protegido sólo en el brazo y hombro izquierdos, provisto de una red, un tridente y una daga; el secutor, más poderosamente armado y con casco; y el essedarius o sagitario, que luchaba montado arriba de un caballo. En los duelos de gladiadores generalmente se emparejaba a un combatiente que usaba armas de mayor alcance y armadura ligera contra un oponente con armas de corto alcance y armadura pesada.

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Cuando se organizaban los juegos, el editor o patrocinador pagaba al lanista el alquiler de los servicios de sus gladiadores, quienes -aunque muchos de ellos eran esclavos- recibían un sueldo por combatir; el emperador Marco Aurelio fijó esta cantidad entre un 20 y un 25% de lo que ganaba el lanista por su alquiler.

Con el tiempo, los gladiadores podían obtener su libertad comprándola con lo que hubieran ahorrado o, si ganaban muchos combates, recibiéndola como premio excepcional junto con una espada de madera llamada rudis, la prueba física de que habían conquistado la libertad con su propia destreza y fuerza. El contrato entre el editor y su lanista podía incluir una indemnización por muertes inesperadas, que, según fuentes de la época, podía ser “unas cincuenta veces superior al precio de alquiler” del gladiador.

Las contiendas se regían por reglas estrictas que un árbitro y su asistente hacían cumplir, por lo que estaban mucho más cerca de ser una exhibición deportiva que una carnicería al aire libre. Hasta el año 200 a.C. se permitió el ingreso a la arena de mujeres gladiadoras, que en general se enfrentaban con enanos u hombres de baja estatura.

Los gladiadores, independientemente de las armas que utilizaban, saltaban a la arena con una indumentaria característica. De acuerdo a restos gráficos y arqueológicos, combatían con el torso desnudo y descalzos, llevaban un taparrabos (subligaculum), una suerte de cinturón llamado balteus y usaban protecciones similares: tiras de cuero en sus piernas y brazos (fasciae); placas metálicas que protegían los brazos y el hombro (manicae); y cascos o yelmos para proteger la cabeza (galea).

Escena de un mosaico de la localidad alemana de Nennig que muestra a un retiarius que ataca con su tridente a un secutor que se protege con su escudo largo y su casco. Más atrás, al medio, aparece el árbitro, provisto de una vara, que vigila que el duelo se desarrolle de acuerdo a las reglas establecidas.

Escena de un mosaico de la localidad alemana de Nennig que muestra a un retiarius que ataca con su tridente a un secutor que se protege con su escudo largo y su casco. Más atrás, al medio, aparece el árbitro, provisto de una vara, que vigila que el duelo se desarrolle de acuerdo a las reglas establecidas.

Los duelos de gladiadores, que no duraban más allá de 10-15 minutos, no necesariamente eran a muerte, sino hasta que uno de los combatientes perdía sus armas o se rendía. También podía ocurrir que si un combate se prolongaba en demasía, el editor podía ordenar detener el duelo sin que hubiera un vencedor (stans missus). Según Séneca, el público participaba en el combate alentando a sus gladiadores con gritos como “golpea”, “mata”, “quema”, y frases como “tocado, lo ha tocado” (“habet, hoc habet!”) cuando un golpe de un combatiente alcanzaba el cuerpo de su rival.

La práctica común, en todo caso, era que el gladiador podía reconocer su derrota y solicitar la missio (gracia o indulto) levantando el dedo índice (ad digitum) de la mano que sostenía el escudo, lo que equivalía a un llamamiento al árbitro para que detuviera el combate. En este caso el árbitro se dirigía al editor o patrocinador de los juegos, quien tenía la última palabra sobre la vida del gladiador vencido. Podía otorgarle el perdón o missio, o bien instar al vencedor a que le diera muerte. El editor siempre debía ponderar muy bien su elección, puesto que él había contratado a los gladiadores y su muerte podía costarle mucho dinero, aunque también, por otra parte, debía tener en cuenta el parecer de los espectadores, que no siempre se inclinaban por la clemencia.

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Si la mayoría del público pedía el perdón, el editor gritaba “missio” (“perdonado” o “indultado”). Por el contrario, si decidía su muerte, gritaba “iugula” (“degüéllalo”) y, con el puño cerrado, se pasaba el pulgar por la garganta, de izquierda a derecha, simulando el gesto de degollar a alguien.

El célebre gesto de los emperadores y otros magistrados romanos de apretar su puño con el pulgar hacia abajo para decretar la muerte de un gladiador, popularizado hasta la saciedad por el cine y la televisión, según algunos autores sería del todo infundado y se debería a una mala traducción de la expresión latina “pollice verso”, que significa en realidad “con el pulgar vuelto (hacia la yugular)”.

Los historiadores también descartan que los gladiadores pronunciaran antes de un combate el saludo “Ave, Caesar, morituri te salutant (“Salve, César, los que van a morir te saludan”), pues esta frase habría sido extraída en realidad de la obra del historiador romano Suetonio en su “Vidas de los Doce Césares”, relativa a otro contexto histórico sin relación alguna con los juegos de gladiadores.

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El gladiador que resultaba victorioso en la arena, por lo general, se quitaba el yelmo y saludaba al público, efectuando el gesto característico de victoria de los gladiadores: Alzar su puño hacia el cielo y levantar la espada o gladius. Después recibía los aplausos y vítores del público y se le entregaba la palma de la victoria, una corona de laurel y un premio en metálico del editor (praemium) o incluso monedas y regalos que le arrojaba desde la gradas la multitud agradecida, y que el vencedor ponía en una bandeja de plata que también le era entregada. En los combates especialmente épicos, como ya se mencionó, el gladiador victorioso también podía ganar la rudis, la espada de madera símbolo que suponía alcanzar el nivel más excelso de la profesión y que también significaba la libertad o emancipación (manumissio), en caso que el gladiador fuera un esclavo.

En cuanto a los gladiadores que resultaban muertos en combate, sus cadáveres eran trasladado a un lugar llamado spoliarium, donde se le despojaban de las prendas y armas que lo cubrían. Allí se le volvía a cortar el cuello para garantizar oficialmente su muerte y se le extraía la sangre, que era embotellada en frascos para su venta, pues existía la creencia de que la sangre de gladiador era un remedio milagroso para la esterilidad, la impotencia, la epilepsia y otras dolencias. De ese modo, el comercio con la sangre de gladiador, al igual que con las armas u objetos que hubiera usado, se convirtió en un negocio muy lucrativo para algunos.

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Los combates de gladiadores, durante los tres primeros siglos del imperio, eran espectáculos masivos y muy populares y una buena pelea podía convocar hasta unos 50 mil asistentes. Independientemente de su origen, los gladiadores ofrecían a los espectadores un modelo de la ética militar de Roma y, al combatir o morir con dignidad, podían inspirar admiración y reconocimiento popular. Entrenados para matar, encarnaban los valores de masculinidad exaltados por la sociedad romana. Podían inspirar poemas o ser comparados con héroes míticos y sus figuras y nombres se escribían en las paredes de las ciudades y casas. Otros, por su bravura o belleza, recibieron protección imperial o hicieron perder la cabeza a respetables damas romanas o emperatrices como Faustina, esposa de Marco Aurelio, de la que se dice que engendró al futuro emperador Cómodo con un gladiador del que estaba enamorada.

Grafitis encontrados en la antigua Pompeya demostraron, además, que algunos gladiadores podían convertirse en héroes populares y objetos de deseo para las mujeres. Dos pintadas en la pared de Pompeya, por ejemplo, describen al gladiador Celadus, el Thraex como “suspiro de las muchachas” y “gloria de las mujeres”. El poeta romano Juvenal, en sus “Sátiras”, relata el caso de Eppia, esposa de un senador romano, quien se enamoró perdidamente de un gladiador llamado Sergius, con el cual se fugó a Egipto, donde él la abandonó.

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Un gladiador, según algunos autores, podía luchar entre dos y cinco veces al año. El historiador y arqueólogo francés Georges Ville, basándose en datos de las lápidas de gladiadores del siglo I, calculó que el promedio de vida de los gladiadores era de 27 años. Según él, el diez por ciento de los gladiadores moría en combate mientras que un veinte por ciento de los derrotados a los que se les negaba el perdón eran rematados por su rival.

La mayor parte de los gladiadores moría antes del décimo combate, aunque los que llegaban a esa cifra eran ya muy famosos y tenían muchos admiradores que siempre solicitaban su perdón si eran derrotados. Durante los siglos II y III, de acuerdo a algunos estudios, la mortalidad de los gladiadores se incrementaría: el 25 por ciento de los gladiadores moría durante la lucha, y el 50 por ciento de los perdedores que se rendían aún vivos veían negado el missio o perdón.

El historiador alemán Marcus Junkelmann afirmó que la edad media de muerte de los gladiadores se producía en una etapa inicial de su carrera, entre los 18 y los 25 años de edad. Las profesoras británicas Hopkins y Beard, por su parte, estiman que en un total de 400 arenas que funcionaban en todo el Imperio romano en su máxima extensión, se producían un total combinado de ocho mil muertes de gladiadores al año, ya fuera por ejecuciones, combates y accidentes.

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Los tiempos de oro de la gladiatura se vivirían en los tres primeros siglos (siglo I al III d. C.) del Imperio Romano. En el año 325 d.C. el emperador Constantino el Grande, gobernante autocrático y procristiano, comenzó a retirar el apoyo oficial a estos juegos, a los que calificó como “espectáculos sangrientos”.

Sus sucesores, a medida que el cristianismo fue ganando fuerza en los asuntos del Estado romano, obraron de un modo semejante. El año 404 d.C., finalmente, el emperador Honorio vetó para siempre los enfrentamientos entre gladiadores, que pasarían a la historia como uno de los símbolos más perennes y emblemáticos de la civilización romana.

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