Sexo en la antigua Roma: Bacanales y esclavitud sexual en el centro de sus prácticas más controvertidas
Guía de: Mitos y Enigmas
- Héctor Fuentes
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La civilización romana no sólo fue conocida por su decisiva contribución al desarrollo del derecho, las instituciones políticas, la guerra, el arte, la literatura, la arquitectura, la tecnología y el nacimiento de varios idiomas -incluido el nuestro- en el mundo occidental, sino que también por algunas de sus particulares costumbres, especialmente aquellas relacionadas con la práctica del sexo.
A este respecto, conviene consignar que Roma recibió una decisiva influencia de Grecia, la cultura clásica que la había precedido en la historia antigua de Occidente y que toleró la práctica regular de la homosexualidad y la celebración de las fiestas dionisíacas, donde respetables madres y esposas acudían a solitarios bosques y montes para convertirse en las bacantes (mujeres que participaban en orgías) del dios Dionisio -deidad de la agricultura y el vino y vinculado al éxtasis y el placer-, sumergiéndose, completamente desnudas y al son de flautas y timbales, en un orgía de alcohol, misticismo y drogas, para supuestamente conseguir la purificación del cuerpo y del espíritu.
Siglos más tarde, las fiestas dionisíacas no demoraron en pasar a Roma hacia el siglo III A.C. a través de Etruria y del territorio conocido como Magna Grecia, establecido en el sur de la península itálica, donde serían conocidas simplemente como Bacanales o Bacchanalia, pues se organizaban en honor al dios Baco, el equivalente al dios Dionisio en el panteón romano.
En un principio, las Bacanales romanas, celebraciones totalmente secretas donde sólo se permitía la participación femenina, se celebraban por lo general el 16 y el 17 de marzo durante el día en los espesos bosques del monte Aventino. Con Paculla Annia, sacerdotisa de Baco que procedía de la región de la Campania, el misterio del culto de Baco comenzaría a corromperse progresivamente, pues esta bacante cambió los ritos diurnos a ritos nocturnos, aumentó su frecuencia a cinco por mes, los abrió a todas las clases sociales y de ambos sexos -comenzando con sus propios hijos- e hizo obligatoria la violencia, el desenfreno orgiástico y la promiscuidad sexual -alimentados por el vino- para todos los participantes.
El historiador romano Tito Livio, describiendo las Bacanales, aseguraba que “los ritos eran promiscuos y se mezclaban hombres y mujeres, no había delito ni inmoralidad que no se hubiera perpetrado allí; eran más numerosas las prácticas vergonzosas entre hombres que entre hombres y mujeres. Los reacios a someterse al ultraje eran inmolados como víctimas…Se captaba sólo a los menores de veinte años, los más permeables al engaño y la corrupción”. Por ello, en el año 186 a.d.C. las autoridades romanas lanzaron la primera gran persecución religiosa del Imperio Romano contra los seguidores del Dios Baco, acusándolos de cometer toda clase de actos inmorales, asesinatos y orgías criminales durante sus ritos nocturnos.
Con la caída de la República y la llegada del Imperio se retomarían de nuevo estos cultos báquicos, pero perdiendo su significado religioso original, ya que bajo el influjo del epicureísmo (corriente orientada a la búsqueda de placeres) y el hedonismo su celebración fue una excusa para celebrar opíparos banquetes y desenfrenadas orgías sexuales, donde siempre se bebía vino a destajo, de modo que la gente se sintiera más desinhibida para llevar a cabo todo tipo de actos sexuales.
Los romanos, por esa época, vivían la sexualidad de una manera bastante libre. Un hombre casado podía tener sexo con una o varias esclavas en su misma casa, pues no se le consideraba adulterio, mientras que las mujeres casadas que tenían sexo con otro romano se enfrentaban a un castigo que variaba mucho dependiendo de la clase social, aunque en la antigua sociedad romana el peor crimen que podía cometer una mujer noble era el adulterio. Sometida a los dictados del pater familias o cabeza de familia, éste podía repudiarla si la sorprendía y hasta hacerla ejecutar. Si la mujer era de clase baja, el castigo podía ser el impedimento para volver a casarse.
Las mujeres libres, en todo caso, podían tener una plena vida sexual y extremadamente promiscua, recurriendo a esclavos o prostitutos como los “statio cunnulingiorum”, que se apostaban en determinados lugares de la ciudad para ofrecerse a practicar sexo oral a sus clientas. Muchas mujeres nobles o matronas romanas, llamadas así porque representaban un modelo de mujer cuyo comportamiento debía ser en apariencia irreprochable -tal como indicaba la famosa frase “La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino que también parecerlo”-, pagaban a veces sumas desorbitadas de dinero para pasar la noche con un gladiador de renombre o algún atleta musculoso; algunas, incluso, ponían como condición que estos hombres no se lavaran después de la lucha o la competición.
Algunas mujeres romanas se entregaban a la práctica del sexo con tanta dedicación y fruición que voluntariamente se volvían prostitutas, ejerciendo la profesión más antigua del mundo por puro placer. Fue el caso, por ejemplo, de Julia (hija del emperador Augusto), Agripina y la célebre Mesalina, esposa del emperador Claudio, quien obligaba a mujeres de familias prestigiosas a prostituirse en presencia de sus maridos, a cambio de honores y cargos en la ciudad. Mesalina se prostituía en secreto en un prostíbulo de Roma situado en el barrio de peor fama -Suburra-, donde utilizaba el nombre “artístico” de Lycisca, y se adornaba con la peluca amarilla distintiva propia de las cortesanas romanas. Mesalina, en una ocasión, llegó a competir con otra profesional de un lupanar y en sólo una jornada llegó a fornicar con más de 100 hombres. Acabada su jornada como cortesana dedicada en cuerpo y alma al sexo, volvía a su residencia imperial, no sin antes entregar la debida comisión al Leno, el proxeneta encargado de mantener el orden.
En una clara herencia de la cultura griega, no se consideraba homosexual a un hombre que mantenía sexo con otro hombre, siempre y cuando éste hiciera el papel activo, es decir, cuando penetraba a esclavos, prostitutos o prisioneros, pues esto era visto como un signo de autoridad.
Por el contrario, si un hombre disfrutaba ser penetrado por otro, era llamado “pathicus” (“marica”, “puto”), “catamita” (“niño pubescente”) o “cinaedus” (palabra aplicada a los eunucos), todos términos equivalentes a insultos que aludían a un ser débil, sumiso y femenino, pues desde una perspectiva social y cultural, el papel “sumiso” o “pasivo” era una amenaza a la masculinidad y a la estructura social. Por ello, el sexo entre dos romanos libres era considerado vergüenza, mientras que el sexo homosexual entre dos soldados romanos era castigado con la muerte.
Un ciudadano romano, por cierto, podía explotar sexualmente a sus esclavos, abusando a voluntad de su propiedad sin cargos ni juicio, pues un esclavo no tenía protección civil ni autoridad sobre su cuerpo. De hecho, había jóvenes esclavos varones llamados “delicatus puer” o “deliciae” (que significa “dulce”, “delicado”), quienes eran utilizados específicamente para la satisfacción sexual de sus dueños. En los casos más extremos, un “delicatus puer” podía ser castrado y vestido con atuendo femenino, en un intento por preservar sus cualidades juveniles y prolongar su atractivo sexual.
El sexo oral, por otra parte, era socialmente mal visto y se consideraba repugnante, siendo ejercido por una categoría específica de prostitutas llamadas “felatrices”, quienes cobraban elevadas sumas de dinero por sus servicios sexuales debido a la bajeza que representaba complacer el pedido de esos clientes.
El cunnilingus -sexo oral o estimulación oral de un varón a una mujer- en tanto, también se consideraba una práctica sucia y degradante, ya que la persona que lo practicaba se encontraba en la postura de un perro. De hecho, uno de los peores insultos que se podían oír en Roma era “besos vaginales”, aunque hoy se sabe, gracias a algunas imágenes pintadas en los baños públicos y a palabras talladas en las paredes, que era común que los “statio cunnulingiorum”, prostitutos masculinos, esperaran en las esquinas de algunos baños a mujeres que solicitaran sus servicios.
Los romanos tenían tan arraigado el sexo y la lujuria en su cultura que fueron la civilización que dejó más escritos sexuales y pornográficos, ya fuera en forma de epitafios, imágenes pornográficas -generalmente de mujeres desnudas haciendo el amor o penes en dibujos o estatuas- y de “graffitis” en las paredes de las ciudades con frases eróticas o con referencias sexuales.
El 27 de febrero del año 380 D.C., el emperador Teodosio emitió un histórico edicto que convirtió al Cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano. A contar de ese momento, esta nueva religión fue la que más censuró y condenó la promiscuidad y libertinaje sexual, modificando gradualmente la conducta privada de los ciudadanos romanos.
Con respecto al ejercicio de la prostitución femenina en la Antigua Roma, este tema será abordado en la siguiente nota de este mismo canal.
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